Columnista invitado: Hans Rothgiesser
Quienes tengan hijos conocen la experiencia de tener que salir corriendo al baño a buscar una curita para tapar una herida que quizás sea demasiado pequeña incluso para que la consideremos herida, pero que igual tapamos porque brinda calma al niño o niña que la tiene. O quizás sí, es una herida grave que requiere atención y, para que no se infecte, debe ser tapada con una de esas bandas adhesivas con medio absorbente. Lo que seguramente muy pocos se han preguntado es de dónde salió este invento tan práctico como ubicuo.
Las curitas son tan populares gracias a la reconocida empresa Johnson & Johnson, que la registró en los Estados Unidos y promocionó reconociendo su gran potencial comercial. Esto, a su vez, fue debido a Earle Dickson, quien trabajaba en sus laboratorios en 1917, casado con una mujer que, cuando con frecuencia se cortaba en la cocina, se cubría las heridas con unos vendajes de tela voluminosos que se salían fácilmente. Dickson pensó que debía haber una mejor forma de ayudar a quienes se habían hecho una herida casual y necesitaban taparla con algo que no molestara durante las demás tareas que tuvieran que hacer.
Así el éxito de la curita en Estados Unidos la llevó al mundo. No obstante, originalmente no fue un invento de Dickson. Tampoco fue una primera idea de Johnson & Johnson. Ni siquiera fue norteamericano. Su origen se ubica en Alemania medio siglo antes; El nombre que figura en la patente de 1882, Paul Carl Beiersdorf.
Nacido en 1836 y fallecido a sus 60 años, Beiersdorf fue un farmacólogo de la ciudad de Neuruppin, del estado de Brandeburgo. Algunos quizás reconozcan el apellido por la empresa que fundó, Beiersdorf AG, la cual hoy en día es la multinacional responsable de productos bastante relevantes en el mercado actual, tales como Eucerin y Nivea.
Beiersdorf, sin embargo, no fue un sobresaliente hombre de negocios. Para empezar, a su genial invento -que luego sería conocido con distintos nombres atractivos- él llamó originalmente Guttaperchapflastermulle. Y no, no es el nombre técnico, es el nombre con el que vendía el producto y que más tarde otros incluso transformarían en “gutta-percha”. Además, apenas ocho años después, acabó vendiendo la empresa a Óscar Troplowitz quien, manteniendo el nombre Beiersdorf, la convirtió en esa corporación basada en Hamburgo que es hasta el día de hoy.
*Economista de la Universidad del Pacífico con maestría en periodismo por la Universidad de Gales (Reino Unido). Actualmente miembro del Consejo Consultivo del Grupo Stakeholders.