Columnista invitado: Pamela Antonioli
“La distancia más corta entre dos puntos es una línea” es una frase que, si no hemos escuchado cuando llevamos algún curso de geometría en el colegio, seguro la hemos vivido cuando hemos cortado camino por una diagonal en lugar de llegar a una esquina. Pero ésta deja de aplicarse en cuanto uno se sale del plano, como bien podemos ver cuando vemos que los aviones que cruzan los océanos lo hacen en una ruta pegada a los polos, y deja también de aplicarse cuando hablamos de innovación.
Porque cuando hablamos de innovación hablamos de aprendizaje y, para aprender, primero hay que reconocer el valor del aprendizaje ¿Por qué? Porque innovar supone entender que lo que se hace puede no tener éxito, pero el resultado será siempre un paso adelante en la medida que nos indica si vamos o no por el camino correcto.
En este punto me pareció fantástica la conversación entre Rory Sutherland y Mariana Mazzucato en relación con el último libro de esta última, The Big Con, cuyo título hace un juego de palabras entre el “con” de consultorías y el “con” de “estafa” en inglés, que trata sobre cómo se viene recurriendo para la toma de decisiones estratégicas a consultoras de renombre mundial, más por disminuir el riesgo de un trabajo estructurado que por el conocimiento específico que puedan tener en el tema. Mazzucato menciona que el efecto de la tercerización por miedo al riesgo puede terminar impidiendo que aprendamos de nuestros errores, haciendo, probando y equivocándonos.
Este efecto adquiere diferentes dimensiones dependiendo de la organización. Así, los startups, que son organizaciones ágiles y horizontales donde las personas no tienen que justificar cada decisión a alguien, tienen un contexto donde se sienten más libres de explorar ideas y “post-racionalizar” después. El otro extremo es el sector público donde el error (no entendido como negligencia, ojo) se puede pagar no sólo con el mismo puesto sino con procesos administrativos desgastantes. Es aquí donde debemos recordar el gran potencial del sector público en la capacidad de generar innovación (el internet y la pantalla táctil, por poner algunos ejemplos de tecnologías desarrolladas por organismos públicos). Me permito aclarar en este punto que, cuando hablamos de la dependencia de consultorías, la crítica se hace sobre aquellas cuyo objetivo es la definición de estrategias, más no aquellas que pudieran usarse para recoger información o diagnósticos especializados.
Otro efecto de la subestimación del aprendizaje que se toca en la conversación es el del conocimiento tácito que se adquiere al “hacer” las cosas y tener la mirada desde adentro. Aquí se menciona la falacia del portero, un rol que, desde fuera, puede limitarse a abrir-cerrar la puerta. Si nos quedamos sólo con esa mirada exterior, podríamos estar reemplazando esta función por una puerta automatizada con sensores, dándonos cuenta más delante de que esa persona cumplía otras funciones tácitas como dar seguridad al establecimiento, ofrecer atención cordial a los visitantes, intercambio de información útil, entre otras.
Finalmente, la distancia más corta entre dos puntos pasa a un segundo plano cuando no hay claridad del punto de destino. El propósito de la organización debe ser la base subyacente para que la generación de aprendizaje a través del hacer y rehacer sea un ejercicio provechoso. Después de todo, ¿quién tiene más claridad y compromiso con ese propósito que uno mismo para traducir ávidamente ese aprendizaje en valor?