Columnista invitada:Pamela Antonioli De Rutté*
Si hacemos el ejercicio de preguntarle a las personas qué les viene a la mente cuando escuchan la palabra ciencia, probablemente nos relaten o describan imágenes que pueden ir desde la inmensidad del universo hasta el invisible milagro de la vida, incluyendo laboratorios complejos, y, cómo no, solemnes científicos de batas blancas. Por lo general, vemos la ciencia como algo súper complicado, un problema de cálculo, fórmulas, estadísticas, el uso de un frío intelecto.
Quizás por ello, las historias relacionadas a descubrimientos científicos como producto de la casualidad logran que nos sintamos mucho más cerca de las grandes mentes y sus contribuciones al conocimiento de la humanidad. El término se conoce como serendipia y se refiere a aquellos hallazgos que son producto de un accidente o de hechos fortuitos. Con seguridad, uno de los casos más conocidos y de mayor impacto es el de Alexander Fleming, quien encontró en algunos cultivos bacterianos, que había dejado al irse de vacaciones, un hongo que parecía limitar el crecimiento de la bacteriNa cultivada. El hongo era del género Penicillium y dio lugar al antibiótico penicilina, que logró salvar alrededor de 100,000 personas en la segunda guerra mundial.
Este caso es también un excelente ejemplo para discutir sobre qué tan determinante es el azar y replantearnos el rol de la serendipia en la ciencia y -por qué no- en la vida. Y es que el hecho fortuito por sí solo es sólo un punto de partida. Ningún avance sería posible si no existiera un buen observador y, más aún, alguna mente que rete el hecho para constatar sus causas y consecuencias. Así, en el caso de la penicilina, además de las pruebas iniciales en animales y personas, hubo colaboración internacional entre El Reino Unido y Estados Unidos de América por lograr la producción industrial del medicamento: desde el desarrollo de métodos de cultivo de grandes volúmenes y rendimientos, hasta la purificación del caldo de cultivo.
(E)l hecho fortuito por sí solo es sólo un punto de partida. Ningún avance sería posible si no existiera un buen observador y, más aún, alguna mente que rete el hecho para constatar sus causas y consecuencias.
Dos datos curiosos:
- Inicialmente en el Reino Unido este trabajo lo hacía un grupo de mujeres llamado “las chicas de la penicilina” que cobraban 2 libras a la semana
- La decisión de no aplicar barreras de propiedad intelectual para asegurar el desarrollo industrial y consecuente disponibilidad del antibiótico.
Hace poco más de un siglo, Max Weber, reconocido científico social, en una conferencia en la que ensayaba respuestas a la pregunta de por qué hacemos ciencia, traza paralelos entre la ciencia y el arte, postulando que personas que se desempeñan en estos dos ámbitos aparentemente distantes comparten una característica: la incapacidad para controlar la inspiración. Y es que la inspiración juega en la ciencia un rol no menos importante que en las artes.
Hoy, más de 50 años después del caso de la penicilina, la serendipia es un término que aparece también en el mundo de la innovación. “The Science of Serendipity”, del británico Matt Kingdon, la define como “un excelente resultado creativo difícil de prever o anticipar pero que no se ha producido únicamente por azar”. Y es que más importante que la existencia de una oportunidad es saber identificarla, entenderla y capitalizarla en el camino de generar valor.